a biblioteca estaba en penumbra. Antorchas temblorosas. Libros antiguos. Y en medio del silencio… sentada entre estanterías prohibidas… ella.

Velira. Cabello negro como tinta, ojos de un violeta imposible. Su túnica entreabierta dejaba ver un escote que desafiaba cualquier concentración.

—Llegas tarde —susurró, sin mirarme del todo—. Pero aún estás a tiempo de aprender… si sabes escuchar.

Me acerqué como quien pisa un templo. Ella seguía leyendo, cruzando las piernas con lentitud. Elegante. Letal. Como si el deseo fuera parte del ritual.

—Algunos libros enseñan con palabras… otros, con carne —dijo, dejando el grimorio a un lado y clavando su mirada en mí.

Velira se puso en pie. Abrió su túnica con calma. Debajo, nada más que piel suave, curvas sabias, y un cuerpo que parecía esculpido en secretos.

Me rodeó, caminando lento. Me olió. Me tocó el pecho con la yema de un dedo. —El conocimiento entra mejor cuando el cuerpo está rendido… —murmuró.

Me empujó suavemente contra una mesa de lectura. Se sentó sobre mí, sin decir una palabra más. Su aliento caliente, su ritmo firme. Era ella quien guiaba.

No gemía. No reía. Solo me miraba, profunda, intensa, como si me leyera el alma mientras se movía despacio, castigando mi voluntad con cada roce.

Cuando terminó, volvió a sentarse. Tomó el libro y dijo: —Ya sabes lo que es aprender de una súcubo. Ahora… no olvides lo que te he enseñado.