Belén vive en el piso de arriba. Siempre me había llamado la atención su presencia: elegante, silenciosa, de esas mujeres que no necesitan hablar fuerte para hacerse notar. Tiene 55 años, pero su cuerpo y su actitud dominan el espacio como si el tiempo trabajara para ella. Su largo cabello moreno le cae por la espalda como una cortina oscura, brillante.

Esa tarde me llamó a su casa. “Pasa un momento, quiero hablar contigo”, me dijo. Su voz era firme, casi una orden. Fui.

Cuando abrí la puerta, me encontré con una imagen que se me quedó clavada: sentada en un sillón de cuero oscuro, con las piernas cruzadas, lucía un traje de ejecutiva negro que abrazaba su figura sin ocultar nada.

La falda le llegaba a mitad del muslo, lo justo para mostrar las medias y los tacones de aguja. Llevaba una blusa blanca ligeramente abierta y un colgante de plata que brillaba justo entre sus pechos, enmarcados por el escote.

—Cierra la puerta —dijo, sin girar la cabeza. Obedecí. Me acerqué. Su mirada era penetrante, de esas que te desnudan antes de tocarte.

—Sabía que vendrías. Siempre bajas la mirada cuando me cruzas por la escalera. Como un niño travieso que espera que le castiguen... o le recompensen. Se inclinó apenas hacia adelante. El escote se abrió un poco más. Me sentía atrapado. —Arrodíllate, cariño. Aquí. Frente a mí.

Caí de rodillas, sin decir una palabra. Belén se reclinó en el sillón y se abrió la chaqueta lentamente. Sin quitarse la blusa, desabrochó un par de botones más. Su sujetador asomaba, negro, elegante. Su perfume era un arma invisible. Me tomó del mentón y me obligó a mirarla.

—Hoy no estás aquí para hablar. Estás aquí para servirme. Como debería haber sido desde que te mudaste. Puso una pierna sobre el reposabrazos del sillón, dejándome entrever el encaje de su ropa interior. Se acomodó con total autoridad, con la falda subida, la chaqueta entreabierta, el colgante descansando sobre su piel caliente. No tenía prisa. Ella marcaba el ritmo.

Me hizo complacerla mientras mantenía una mano firme en mi cabeza, dirigiéndome como si fuera una extensión de su voluntad. Sus piernas temblaban, sus suspiros se mezclaban con frases susurradas: —Así… justo ahí. No te detengas. Eres mío ahora.

Cuando terminó, se recompuso como si no hubiera ocurrido nada. Volvió a abotonarse, a cruzar las piernas, a colocar el colgante en su sitio. —Levántate. No digas nada. La próxima vez no te dejaré entrar tan fácil. Y con una sonrisa ladeada, me indicó la puerta.