Cuando Claudia me abrió la puerta, sentí un nudo en el estómago. Tenía 19 años, y su presencia era una mezcla perfecta de juventud y curiosidad. Vestía únicamente un conjunto de ropa interior de encaje negro que delineaba cada curva con delicadeza, y sus colgantes caían sobre su pecho con un brillo sutil.

Su flequillo enmarcaba unos ojos vivaces detrás de unas gafas finas que le daban un aire de inocencia mezclada con misterio.

—¿Estás seguro de que quieres estar aquí? —me preguntó con una sonrisa tímida, pero segura. Asentí, sintiendo cómo el deseo crecía con cada segundo.

La invité a sentarse junto a mí en el sofá, y su cuerpo se pegó al mío con una mezcla de nervios y confianza. Sus labios buscaron los míos, suaves al principio, exploratorios. Respondí con firmeza, dejando que mis manos recorrieran su espalda, acariciando cada centímetro de piel que tenía al alcance.

Ella suspiró y se dejó llevar, abriéndose a la experiencia sin miedo. Deslicé mis dedos bajo el borde de su camiseta, acariciando la piel tibia de su abdomen mientras ella arqueaba ligeramente la espalda, buscando más contacto.

Con cuidado, la ayudé a recostarse y empecé a besar su cuello, sintiendo cómo su respiración se aceleraba. Cada movimiento mío estaba guiado por su respuesta, por su entrega, por el respeto a ese momento que compartíamos.

Claudia temblaba bajo mis caricias, sus manos aferrándose a mi camisa, sus ojos cerrados, su boca abierta en suaves gemidos. La ropa interior que vestía parecía desaparecer con cada roce, y yo admiraba cada curva joven que se ofrecía sin reservas.

—Confía en mí —le susurré, mientras la tomaba con firmeza pero ternura. Y ella confió.

Nos dejamos llevar por el ritmo de los cuerpos, por el descubrimiento de sensaciones nuevas, por la mezcla perfecta entre experiencia y juventud. En su mirada había asombro, deseo, y una belleza que solo se revela cuando la entrega es completa.

Esa noche, en su pequeño refugio, aprendimos que la pasión es más intensa cuando el respeto y la confianza están presentes.