Entré a su despacho sintiéndome acusado, y no precisamente por un crimen. Claudia me esperaba sentada detrás del escritorio, con las piernas cruzadas y una copa de vino en la mano.
El traje negro le quedaba como una declaración de poder: entallado, profundo escote que dejaba ver su piel tersa, y un colgante largo que colgaba entre sus pechos, guiando la vista como una trampa.
—Cierra la puerta —dijo sin levantar la voz. Lo hice.
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Su pelo oscuro caía sobre los hombros con una naturalidad calculada. Era mayor que yo, eso se notaba en su mirada: esa seguridad tranquila, esa forma de jugar sin tener que esforzarse.
—He leído tu expediente. Pero prefiero escucharte… de otra forma. Se levantó despacio y caminó hacia mí. Sus tacones sonaban sobre el suelo de madera, como una cuenta regresiva. Cuando estuvo lo bastante cerca, levantó la barbilla y me observó. Me desnudaba con los ojos.
—¿Te intimido? —Un poco —respondí sin mentir. —Bien. Se acercó más. Su escote estaba a la altura de mi rostro y el colgante oscilaba, hipnótico. Olía a jazmín y a algo más, algo carnal. Tomó mi mano y la guió hasta su cintura. Yo solo podía seguir su ritmo.
—No digas nada —murmuró—. Solo escucha mi cuerpo.
Y su cuerpo hablaba. Me sentó en el sofá del fondo sin dejar de mirarme. Se acomodó sobre mí, con la falda subida justo lo necesario, y se dejó ir. Su pecho subía y bajaba con cada movimiento, su cabello me rozaba la cara, y cada vez que sus labios se acercaban a mi oído, me temblaba todo.
El colgante chocaba suavemente contra mi pecho. Era como si marcara el ritmo de lo prohibido.
Cuando terminó, se incorporó sin una palabra. Se sirvió otra copa de vino, me miró con esa sonrisa que mezcla burla y ternura, y dijo: —Nos vemos en la próxima sesión. No llegues tarde.