Nunca imaginé que dar clases particulares me llevaría tan lejos. Yo, un profesor maduro, acostumbrado a la rutina. Ella, Melissa… y todo cambió.
Tenía 19 años. Latina, morena, de cabello largo y liso, labios gruesos, ojos intensos. Su cuerpo joven, su energía, su forma de mirarme… me desarmaban.
El primer día llegó con una camiseta ceñida, escote profundo y jeans que parecían pintados. Me saludó con una sonrisa que desbordaba intención.
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—¿Qué vamos a ver hoy, profe? —me dijo, lamiéndose el labio. Yo solo fingía mirar el libro… pero la miraba a ella.
Jugaba con su pelo, cruzaba las piernas lento, me rozaba “sin querer”. La tensión subía con cada clase. Yo intentaba resistirme. Pero ella sabía.
—Creo que me distraigo fácil —susurró un día, inclinándose sobre el escritorio—. A lo mejor necesito otro tipo de lección.
Se acercó, me rodeó con sus brazos, y nuestros labios se encontraron. Su aliento, su olor a vainilla, su piel cálida… me volvieron loco.
La senté sobre mí. Mis manos recorrieron su espalda. Su respiración se aceleraba. Se dejaba llevar, se movía lenta… como si leyera mis pensamientos.
Nos entregamos ahí mismo, entre papeles caídos y libros abiertos. Era joven, sí. Pero sus movimientos eran puro fuego.
Esa tarde, Melissa no aprendió gramática. Pero yo… aprendí que algunas alumnas enseñan mucho más de lo que parece.